Una sonrisa

Un gato, la sorna y la ironía de un felino doméstico, trenzadas con la invisibilidad de su inquietante sonrisa, perturban la historia de Alicia en su viaje surrealista a un país de Maravillas. Un país donde encontrarse con la casualidad embauca al subconsciente más despistado. Alicia es la protagonista de una historia que nunca ocurrió, y tal vez por eso la recordaba tan bien. El mundo de los sueños sirve en bandeja una gran riqueza temática para los artistas. Y para los locos. ¿Hay artistas locos?, le dio un sorbo a su ron, sonrió y un chasquido iluminó el aliento viciado, como la muesca del tambor de un revolver antes de lanzar su órdago asesino. ¿Lo que no ocurre es ficción o sueño?, tal vez las dos cosas. Quizás el Surrealismo utiliza el mundo onírico para contar la verdad. No era casual que se acordara del País de las Maravillas, de la propia Alicia y su conejo. Esbozó una sonrisa abierta como una herida en la caricatura de su rostro, dio un sorbo al sudor de los cubitos de hielo que habían naufragado en su ron y se dispuso a recordar la historia que nunca sucedió. Aquel cuento que recordaría para siempre. Aquel sueño que había tenido la tremenda desfachatez de tener bajo un halo de realidad etérea, un sueño que apareció cuando abrió los ojos entre el humo de El Torino. El problema venía dado por la duda de conocer la raíz de dicho sueño. ¿Fue etílico o solamente porque estaba dormido? De una forma u otra, irreal si se acogía a cualquiera de ambas respuestas. Sinceramente, no se acordaba si soñó cuando bebió, o si bebía porque estaba soñando. En todo esto divagaba Tony cuando vio su reflejo por tercera vez en la orilla de un vaso ancho. ¿Cómo empiezan las historias? Ah sí, con “erase una vez” ¿no?, ¿y cómo empiezan las historias que nunca han ocurrido? No lo sabía, pero tampoco le importaba. Por eso siempre que quería contar la historia, siempre que volvía a recordarla, a transcribirla partiendo de las últimas sensaciones que nunca había tenido, comenzaba donde terminó. Donde todo empieza cuando la racionalidad de un hombre se acaba. En la boquilla de un cigarrillo manchado de carmín pecaminoso, encaramado al mirador que sirve como taburete de la barra de su bar, en el ambiente viciado y exquisito a la vez de El Torino.

El sonido de las teclas vibraba como un eco guardado en una caja de música, pero el humo no dejaba ver ni al piano ni al pianista. La sed se vapuleaba con golpes fríos de hielo remozado con ron, ginebra y whisky. Apenas se veía tras la cortina de ambiente viciado y cargado. El velo del pecado se mostraba traslúcido para los invidentes de la cordura. Alguien canturreaba al fondo, ahogada su voz en ronquidos melódicos mientras la guitarra endulzaba el ambiente con una caricia sutil. No era un antro, era una mazmorra de alcohólicos libres que eran apresados en los rincones más oscuros de la noche. Allí no eran esclavos, sencillamente voluntarios para decorar con volutas grises el interior de la boca de la desesperación insomne de sus vidas. Años turbios para una sociedad sin altas pretensiones y un conjunto de almas desesperadas que se abrazaban al azul melancólico de la noche para huir de sus problemas, o quizás desinfectarlos con alcohol. Así era El Torino, un sótano corrupto donde se prohibía no fumar, un reducto de corazones a la deriva en las entrañas de una ciudad atrapada por el paso del tiempo, un esbozo de bar que se quedó en tugurio. Cuando nació, El Torino ya albergaba sombras inquietas de muertos nocturnos que vivían cuando la nicotina penetraba en ellos y el masaje etílico corría por sus venas. El resto del tiempo, vagaban por un mundo de vivos esperando la caída del sol, para abrigarse con el hollín de la desesperación ajena y el ocre marchito de las paredes de su bar, aquel edén particular. Para algunos, eso era el nirvana, tenía forma de caja de zapatos irregular, sabía a penumbra, olía a guitarra templada y piano mudo, su tacto era grotesco a la vista pero placentero al oído. Una orgía de sensaciones prohibidas que escandalizaba a la perversión, despertaba a la lujuria y servía copas al sexo y la tentación. Ese era el paraíso de muchos, se escribía con neón azul fundido y estaba bajo tierra, en aquel sótano donde el diablo tenía un contrato fijo para tocar el saxo los jueves y viernes.

La luz eléctrica pasa desapercibida cuando el sol brilla y, aunque las farolas estén encendidas, no dan luz. El sonido lumínico queda eclipsado por la orquesta sinfónica del emperador de manto lustroso, el astro de los vivos, y arrebata el sentido lógico de los halógenos hechos para ver. Ni siquiera se planteó esto cuando bajó los escalones de El Torino. Era otra noche, una más, o una menos, dentro de su existencia cíclica de laboral esfuerzo, donde la libertad tenía forma de medio balón y olía a colonia, pero sabía a gloria. Apenas era un día igual que otro, una rutina rugosa y áspera durante el día, que irritaba el ánimo con un escozor amargo, a punto de estallar en su más profunda conciencia. Pero luego llegaba la noche y le seducía, con su sensual chal negro de lentejuelas brillantes, y su compañera la luna, una pálida dama que podía recordarle a la huesuda en alguna ocasión, atractiva y sensual, pero con una cara oculta que lo ponía a cien, prendiendo fuego a sus instintos más primarios y dando rienda suelta a la llave de la lujuria interna de su subconsciente. Todo esto ocurría cuando el sol se acostaba para madrugar y la noche apagaba la luz para no despertarlo, en el mismo momento en que las calles cierran y la perversión pasa lista en los locales de oficio primitivo. Sólo entonces se sentía libre. Más libre que nunca a lo largo del tedioso día que la vida le había reservado, un papel protagonista hasta el final de su existencia, funcionario del estado, atrapado eternamente tras el marco de una ventana que se abría en tiempo real ocho horas y cuatro en tiempo fingido. No se podía quejar, pero siempre tuvo el sueño de ser camarero de un paraíso terrenal del placer, servir tras la barra de un lupanar o burdel apartado del ruido administrativo. Siempre pensaba en esto cuando se sentaba tras la barra de su bar subterráneo, atrapado entre densas cuchilladas de humo, saboreando el perfume de su ginebra y moviéndose solamente para dejar pasar el hormigueo de una pierna a otra. No podía imaginarse que esa noche se acordaría de don Manuel, su párroco de la infancia, y de la Tentación de San Antonio. Era jueves, el demonio tocaba el saxo en El Torino y a partir de entonces nada fue como antes.

La vida debería fluir, sus labios carnosos se movían en una danza religiosa que hacía temblar los cimientos de la cordura, lentamente, jadeando una sensualidad que manchaba de lujuria el aliento de Tony. No la había visto antes, al menos no de esa manera. Quizás la había intuido a través del velo sudoroso de un lunes de whisky solo, la transparencia perfumada de un martes de ginebra, o el calor sofocante que siempre trae un miércoles de coñac. Pero ese día era jueves, y no precisamente de absenta. Sencillamente un jueves de ron, un pelado y huérfano ron que vistió de gala cuando el saxo de Belcebú lo hizo vibrar febrilmente con la misma melodía con la que un niño acude a su primer encuentro con el sexo ocasional. Una sorpresa vedada y cohibida que rezuma placer orgásmico de forma impulsiva. Lo prohibido servido con un buen chorreón de tentación pasional solía llenar las copas de El Torino con mayor frecuencia que el whisky, la ginebra o el ron. La vida debería fluir, había dicho ella, y él se encontró con una pregunta quebrada en dos. ¿Era real o el culo del vaso de su cubata distorsionaba la realidad? Pero esa cuestión se enturbiaba de negra pretensión cuando aparecía un doble problema, tenía unas enormes ganas de besarla y hacerle el amor, pero no sabía cuál iba a ser el orden. Ella abrió la boca una vez más, y el ron se deslizó acariciándole su lengua, la misma que mostró para saborear el cigarrillo que consumía el aguante morboso de Tony, que soportaba la tensión sexual doblándose como un chicle a mandíbula batiente. El calor interior derretía su voluntad en cremosas natillas de lascivia. Tenía ganas de deshacerse en aquellos labios y saborear la piel de esa mujer que mostraba la sensualidad con una naturalidad sencilla y espontánea. Le entró ganas de morderla y descubrir el placer que suscita el bocado anónimo. Luego vio una luz a lo lejos y desapareció la penumbra de El Torino, el humo se volvió insípido y el alcohol se transformó en sal para hurgar con saña desesperada en las heridas que acaba de hacer aquel beso robado. El roce fugaz y efímero que sintió junto a un calor apagado que encendía los instintos más carnales en vivas llamaradas de rojo escarlata. Y su mirada se envolvió de antifaz oscuro a través del cual el pecado vestía con blusa verde, fumaba caladas de ron y bebía sorbos de persuasión sexual ataviada con zapatos de tacón. Fue cuando sintió la brisa de la playa en su rostro y un vacío ausente bajo sus pies, sin apenas abandonar el taburete que le aupaba a la barra. Se sintió caer pero se mantuvo. Al otro lado de la razón le llegó el sonido de la guitarra eléctrica y el sexo.

Todo era surrealista, pero no le importaba. Le gustaban las mujeres capaces de encorvar la sensatez de un hombre con su mirada, y ella era capaz de eso. Le había llevado a un mundo onírico donde la noche no existía y las tentaciones tenían forma de caballos elefantinos. La seducción galopaba con finas patas de mosquito mientras el impulso primitivo del sexo acudía en tropel a manifestarse en sus partes pudendas. La persuasión gobernaba su voluntad en una dictadura que dibujaba círculos bajo la falda de aquella diosa de la atracción erógena. Imágenes dalinianas saturaban su mente de la misma forma que el colesterol cerraba compuertas en sus venas, pero la sangre taladraba la razón y Drácula se paseaba en calzoncillos por su terraza, la personificación de lo deshonesto, listo para transfigurarse en el lobo nocturno. Mientras, la luna se convertía en una moneda de cambio, consumida en lánguidos impulsos del corazón, agotado de latir por la inconsciencia de un cerebro atrapado en la red intangible de una úlcera lujuriosa que se abría paso como las luces de un tractor que limpia la arena muerta de los vivos. A ella le gustaría ser invisible en algunas ocasiones, se lo había dicho susurrando, pero Tony se deshace con cada paso que dan sus labios, el tacto de sus manos de lima, el incandescente hielo del placer derritiéndose entre sus piernas y el tigre de El Torino se convierte en su playa privada, donde la luz no deja de brillar. Escucha a don Manuel, su párroco de la infancia, hablarle de las “Tentaciones de San Antonio”, cuando ser monaguillo servía para alejar el pecado, y aparta la vista de aquel hombre calvo con sotana y alzacuellos, pues el bendito desliz terrenal valía la pena de ser consumido en amplias bocanadas de excitación corrompida e inmoral. Se convierte en el sufrido santo, sostiene un crucifijo mientras en corveta cae el peso de la tentación y está a punto de aplastarle. La oscuridad de la arena primero, donde las flores de una buganvilla pasean a sus anchas confundiéndose con cucarachas vestidas con traje de frac. Un murciélago abriendo sus alas y tragándose la mirada desconcertada de los conductores de la carretera del placer. Luego la luz de una costa desierta, donde la resistencia del equino blanco esquelético, es vencida a lo lejos por dos figuras que se evaden en una atmósfera etérea entre las patas del ejército de elefantes. Números rojos en la cuenta de la voluntad. Ya no existe la realidad y no sabe si está atrapado para siempre en el lienzo de Dalí, donde la arena es el firmamento de un sueño trenzado con alcohol y unos labios se difuminan tras la calima vaída de un sol tenue y débil. Relajación extrema cuando las dos figuras se convierten en dos arañazos oscuros allende el horizonte. Solo existe la calma de la playa. El sonido de las olas. La tranquilidad de una costa desierta y el atardecer.

Atardecía y el sol desfallecía en regueros de carmín azulado. Las olas decoraban el silencio con una elegancia exquisita. La mente retiene los recuerdos, la memoria intenta reproducirlos y el tiempo termina desvirtuándolos, modificándolos, borrándoles su perfil nítido y su relieve más pronunciado. Queda la forma. Y también los sentimientos. Las sensaciones. Ya no existía el sol. La luna le guiñaba un ojo desde el cielo malva, y ocultaba su párpado en la oscuridad. No sabía si le guiñaba el derecho o el izquierdo, aunque tampoco sabía si él estaba al derecho o al revés. Rodeado de sus sensaciones oníricas, las únicas intactas, se levantó y se despidió del mar. Al darse la vuelta se encontró con dos marcas de vaso en la arena, tres colillas y una sonrisa. Al fin y al cabo, sólo él, y ella, sabían que existía de verdad. Al día siguiente, su mente no abrió, pero en El Torino tuvieron que limpiar a fondo los trozos de vicio que alguien había roto la noche anterior. Sólo creemos que la tierra es redonda porque nos lo han dicho, nos lo han enseñado, pero algunos hombres siguen pensando que al final del mar cae un precipicio al infinito vacío del destino. Otros creen que ese barranco está en el extremo de los labios de una mujer. O cuando dejas de saborear su saliva etílica al final de una noche.

Tony siempre llega al final con la vista perdida en dicho acantilado escarpado, donde tantos hombres se habían despeñado, pero cuando alguien le reseña que toda la culpa es de ella, siempre ocurre lo mismo. Seca su sudor alquitranado de los pulmones y remoja su recuerdo final en el ron seco que desinfecta su memoria de malos humos. Entonces Tony sonríe tras el color vainilla de su dentadura y habla de ella como si fuera lo único real de toda aquella historia ficticia. Un paseo extremo entre los dos polos más opuestos de un efecto reversible e imposible a la vez, derrapar en la proa y popa de un barco sobre una Harley mientras reflexionas suspendido en el aire, como un hinduista en el Tíbet. Era una de esas mujeres que el olvido odiaba, por tener inmunidad diplomática. Una de esas mujeres, querido, que te enseñan cómo es un fuego por dentro. Cómo es el color de la pasión desbordada y el sabor más dulce de un amargo adiós. Tenía un aspecto increíble, espectacular, con una suave piel sin imperfecciones forzadas y de un inmaculado tacto rugoso, pero en su corazón envilecían algunas cicatrices internas. Tony suele decir que a él no le importan las heridas que pueda sufrir. No se plantea que un dardo le atraviese el corazón, pues ya ha muerto en varias ocasiones, y esta circunstancia no sólo tranquiliza, incluso libera. Pero puede que en esa ocasión, la borrachera hedonista, o tal vez el truco de Morfeo, le diera una buena estocada. También dice que lo mejor de ese sueño fue sentirse vivo. Más vivo que nunca en un mundo de muertos vivientes, donde la saliva sabe a cenizas y el alcohol perfuma el humo gris del neón azul. Sentirse vivo en el ecuador álgido y profundo a la vez, de la melancolía de un blues dulce como el vinagre. Eso era y es, quizás, lo mejor de ese sueño que nunca ocurrió. Y su sonrisa. El veneno más dulce y delicioso que ha probado jamás, el único capaz de resucitar a un muerto. Esa brillante sonrisa que lleva tatuada en el único sitio del corazón que aún late. Una de verdad, no como la de aquel gato esquivo de Alicia. Desde entonces, El Torino fue diferente para Tony. Esto lo sé cada vez que lo veo limpiando la sombra de su rincón, antes de que acabe su quinta copa y empiece con mi tercer vaso, en el mismo momento en que habla de esa historia que nunca ocurrió. Siempre sucede los jueves, cuando el ron es gratis para Tony, cuando la luna fornica con el mar y el diablo decora la historia con su saxo de perversión.

7 respuestas to “Una sonrisa”

  1. Bravisimo, lo he leído en viernes, pero comparto contigo la magia del jueves.

  2. Zapat Says:

    ¡Ay la primavera!

  3. Una sonrisa me ha puesto usted en la cara al leer la entrada. Fantástica, como siempre, echaba de menos estas cántaras de agua fresca.

    Un abrazo.

  4. Siempre los gatos por medio, o al menos al principio…
    Imagino que la ley antitabaco acabó con el garito, o lo hicieron club de fumadores, y pese a alegrarme de ello por lo que me molesta el humo, me han venido a la mente un par de tugurios que algunos cerraron y otros no, y es curioso como en recuerdos el humo no molesta…
    Kisses

  5. Me paso por tu antigua casa y me entero que te has mudado. Te enlazo en el blog la nueva dire.

    Un abrazo.

  6. terita Says:

    Parece que fue ayer cuando estábamos preocupados porque el niño sólo decía palabras sueltas y no terminaba de arrancar a hablar. Hasta hubo quien dijo que quizás sería bueno llevarlo al médico…. y fíjate ahora, es una delicia oírle hablar y un privilegio poder leer sus pensamientos, sentimientos y emociones… gracias

  7. Un abrazo amigo y bien halado de nuevo (aunque a mi me gustan más los blogspot)

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